lunes, 29 de noviembre de 2010

El Saladillo

Tengo grabado en lo más profundo de las memorias de mi niñez las visitas que una vez al mes realizaba en compañía de mis padres a una anciana tía abuela materna que vivía en el maracaiberísimo barrio de El Saladillo. La casa donde ella residía poseía, como todas las de la zona, una hermosa fachada alargada hacia el cielo y pintada con brillantes colores que conformaban, en conjunto con los demás, un mosaico iridiscente de luces y tonalidades caribeñas. He tenido la suerte de visitar una buena cantidad de ciudades coloniales ubicadas en las riberas de nuestro “mare nostrun”, tales como Cartagena de Indias, Puerto Cabello, San Juan de Puerto Rico y Santa Marta, y creo que ninguna de ellas posee la riqueza expresiva de la arquitectura caribeña que poseía el viejo casco marabino destruido por la avaricia de los amos del lago y de los virreyes que ejercieron el poder en el Zulia en el primer gobierno del democratacristiano Rafael Caldera.

Estas casas poseían la característica de que al ser de fachadas muy altas y estar ubicadas en calles muy estrechas, cada hilera protegía de los rayos solares a las ubicadas en la hilera del frente. Para su construcción, los maestros de obras y albañiles de antaño utilizaban una mezcla denominada “mezcla real”, constituida por arena del lago, cal, piedra picada, barro, y hebras de la concha del coco. Los techos eran fabricados con vigas de Vera, y Curarí o Curarire, de una dureza y resistencia legendarias; se cubría esta armazón con varas de caña brava fuertemente amarradas entre si y por último se tapizaba el techo con paja de enea o con tejas.

La apreciable altura del techo, aunada a la altísima capacidad aislante de los materiales integrantes del techado, impedían que el calor generado por los rayos solares, muy fuertes en esa zona de Venezuela, afectaran el interior de las viviendas.

Las paredes de estas casas eran de un grosor apreciable, mucho más anchas de lo que se necesitaba para sostener la construcción, tal y como aun se puede apreciar en las casas de la calle Carabobo de la ciudad de Maracaibo. Las paredes así construidas eran a la vez aislantes y acumuladores térmicos, de modo tal que durante las horas cálidas del día el flujo de calor del exterior hacia el interior de las casas se retardaba y en las noches las casas recibían la calidez acumulada durante el día para defenderse del viento que soplaba desde el lago y que enfriaba mucho el ambiente.

El barrio El Saladillo fue ordenado de manera tal que la entrada a sus calles estaba de frente al lago, con la avenida El Milagro de por medio, por lo que siempre recibía los vientos que soplaban desde el espacio lacustre hacia la ciudad. Reza un principio físico que toda masa gaseosa al pasar por un cuerpo estrecho se acelera y se enfría; la brisa proveniente del lago al introducirse por las estrechas calles saladilleras, ventilaba y refrescaba todo el sector, pero como la mayoría de las casas poseían un zaguán (pasadizo estrecho que comunica la calle con el interior de la vivienda), con apenas una media puerta al final del pasillo de entrada, esta misma brisa se aceleraba y enfriaba de nuevo al introducirse en cada casa y refrescaba y ventilaba aun más los hogares saladilleros.

La mayor parte de estas casas poseen un patio interior relativamente estrecho para que no recibiera demasiada luz del Sol y se mantuvieran fresco; en dicho patio se mantenían fuentes o espejos de agua con abundantes plantas a su alrededor, que cumplían a la vez una función ornamental y climatizadora, ya que el agua absorbe calor al evaporarse de la misma forma en que la evapotranspiración de las plantas refresca el aire que las circunda, creando un microclima fresco; como las habitaciones de las viviendas en su mayoría daban hacia este patio interior, este microclima se trasladaba hacia estas habitaciones.

Los grandes ventanales que daban hacia el exterior sobresalían un poco de la fachada exterior de la casa, permitiendo también la entrada de aire a las viviendas a la vez que posibilitaba a nuestras abuelas sentarse en el pequeño repiso interior que formaba la base del ventanal a recibir serenatas o a sus enamorados.

Estas grandes ventanas poseían casi siempre una celosía (una delgada pieza de madera con multitud de agujeros en forma de arabescos) que servia para impedir las miradas del exterior hacia la intimidad del hogar, pero también servia para aumentar la superficie de contacto con el aire y así contribuir a refrescar el que ingresaba hacia el interior de la casa.

Todos estos principios básicos de arquitectura e ingeniería ambiental, que nuestros abuelos conocieron y aplicaron en forma tan racional, al aparecer han sido olvidados por los modernos profesionales de la arquitectura y la ingeniería de la construcción. Las orillas del lago han sido saturadas de edificios que cortan la circulación del viento hacia la ciudad, contribuyendo enormemente a su recalentamiento.

Las modernas “quinticas” de nuestras urbanizaciones populares y algunas de clase media, parecen haber sido diseñadas en nuestro trópico por discípulos del Marqués de Sade, con techos apenas sobre las cabezas de quienes allí viven (efecto de horno de microondas), sin consideraciones acerca de las corrientes de aire que por la zona puedan soplar y con materiales sin ningún tipo de cualidades aislantes, lo que conlleva a que sus habitantes instalen aparatos de aire acondicionado para poder hacer habitable la vivienda, lanzando hacia sus vecinos el calor que generan dichos aparatos, pero como sus vecinos han hecho exactamente lo mismo, cada casa se transforma en un emisor y a la vez receptor de enormes cantidades de calor, traduciéndose esto en astronómicos recibos de energía eléctrica y en una ciudad con un clima cada vez mas caluroso y asfixiante.

Ojala que algún día podamos ver como la arquitectura de nuestros países vuelve a reconciliarse con su entorno y con las personas para quienes debería haber sido creada.

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